Mi primer amor


Recuerdo el verano de 1967, el único en mi vida que soy capaz de diferenciar como especial y diferente de los demás veranos de mi lejana juventud. Todavía juntos mis padres, se les ocurría irnos de campamento, a los pueblitos de la sierra, con las carpas y todo el equipo comprado en Sears. Aquel verano, mi padre descubrió un pueblito situado en medio de un valle aledaño a Santa Rosa de Quieves, habitado por unas 50 personas y decidieron que era el lugar ideal para acampar. Nuestro perrito, un cocker spaniel, de nombre Toffee, era un cachorro de cuatro meses y cuando veía los animales en la carretera ladraba asustado, refugiándose entre mis piernas. Llegamos al pueblito de la Santa peruana. Tenía un nombre quechua que ya no recuerdo. Era en las afueras del departamento de Lima, camino a Ancash. Acampamos en un lugar precioso en donde había un río de aguas claras y cristalinas.

Anhelo regresar allí, porque si bien siento que nunca tuve patria, fue aquel pueblito el único lugar del que me he sentido parte. Añoro el color de su hierba, la luz filtrándose por las nubes de un gris majestuoso, el brillo de mis luciérnagas, el croar de los sapos envidiosos y también el silencio infinito que parecía transportarte a otro planeta. Toffee y yo vivimos allí los días más bellos. Recuerdo cuanto me reía al verlo escarbar la tierra alocadamente, correr como un potro salvaje, juguetear con las plantas y al enfrentarse como un campeón con los caracoles y las culebras en la falda de la montaña. Me reía alegre, porque eran descubrimientos propios de la infancia.

Regresamos a aquel lugar en 1969, mi perro lo reconoció en el aire y empezó a saltar en el asiento trasero. Yo viajaba con mi diario, haciendo todo tipo de apuntes y pegando pedacitos de papeles, facturas, fotos y recuerdos. Citando el clima, los nombres de las personas o los lugares que visitaba, lo que comíamos, en fin todo lo que iba sucediendo y lo que con ello aprendía. Hace ya tiempo que me deshice de aquellos tesoros.

Acampamos al lado de la casa de unos amigos de mis padres, que por pura casualidad tenían el mismo apellido. Aquella casa tenía un jardín grande, en donde mi padre colocó las tres carpas en donde viviríamos los próximos días. El lugar era acogedor, sobrio; nuestras carpas rodeadas por plantas salvajes, todo era muy verde, algo poco usual para los que vivíamos en Lima. Conocí a la gente más sencilla y buena del mundo, me trataron como si fuera una princesa, todos admiraban mi cabellera rubia y mi blancura invernal. Era la gente más pobre, pero también la más generosa del mundo. Siempre recordaré la vez que acudí a pedirles un par de choclos y papas por encargo de mi madre y regresé con un saco entero al hombro y una cesta llena de huevos recién puestos por sus gallinas. En aquel pueblito comían muchos choclos. Recuerdo que los vecinos tenían caballos porque fue cuando aprendí a montar.

Los vecinos de los amigos de mis padres tenían un nieto de mi edad, que se quedaba a veces con ellos en el pueblito. Lo conocí una tarde en que él paseaba por la casa de sus abuelos y tal vez sorprendido se detuvo a saludarme. Mi perrito le ladró, porque sentía que debía defender nuestro territorio, pero a él le dio lo mismo y me miró casi sin mirarme. Le conté que me encantaban las flores y que podía montar a caballo y que no debía temerle a mi perrito, que no era bravo. Me respondió que no le asustaban los perros y que además el mío era demasiado pequeño.

Él empezó a caminar, hablaba poco. Yo lo seguí sin hacer preguntas, aunque a mí siempre me gustaba hablar bastante, pero me agrado su amistad y compañía desde la primera vez que lo vi. Era un muchacho de mente inquieta, inteligente y aventurero. Como no había nada que hacer allí -ni la televisión se veía- pasábamos mucho tiempo juntos. Nos hicimos inseparables. Sé que le gustaban mis ojos y mi caballo dorado. También le gustaba mi reloj, el que mi papá me trajo de Londres cuando era más pequeña.
-¡Qué reloj más bonito!- Después miraba a mi perro, porque no mantenía su atención en un cosa por mucho tiempo seguido. De inmediato volvió a preguntar:
-¿Qué raza es tu perro? -Es cocker spaniel. No es un chusco.

En esto pasamos los quince días de vacaciones con mi nuevo amigo. Tiempo lleno de recuerdos imperecederos: El caminito de árboles frondosos, las casas típicas de la sierra -algunas pintadas de vivos colores-, las bodegas, los paseos al río, los maizales gigantes; nuestros proyectos de salir de casa y recoger choclos y otras verduras para la comida, las culebras a las que ninguno de los dos temíamos, las travesuras, los árboles pintados de blanco para evitar las hormigas, la tarde que buscamos hongos en el monte y nos perdimos y mi perrito vino a rescatarnos encontrando el camino a casa, la fogata, el teléfono público dentro de la casa de un vecino, los campesinos, la diminuta iglesia -más vieja que el pecado- cerca de un viejo puente colgante como el de los mismos Incas, las risas maravillosas de nuestros 15 años. La certeza de no querer estar en ningún otro lugar.

No sé si fue la última tarde, mi melancolía me obliga a pensar que sí, cuando fuimos a dar un paseo y vimos la puesta de sol. Sentí una pena profunda al saber que tendría que marcharme y separarme de mi nuevo amigo. Me había enamorado de él y probablemente él de mí, pero los dos nos quedamos callados y ni siquiera nos dimos un beso, el primer beso. Esa noche la luna estaba redonda, más hermosa y más grande. Imagine que mis fieles y amadas luciérnagas alumbraban una más de mis noche, pero que algo dentro de mí había muerto para siempre. Desde entonces, las veces que volví allí sólo fueron espejismos. Nunca lo volví a ver. Tampoco lo pude olvidar.

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