La historia de Mariangeles y Hermenegildo


Al principio la familia se opuso al romance porque él le llevaba 10 años y ella era muy jovencita; además él no era de la alta sociedad ni de buena familia siendo un hombre sin apellido, uno más del montón, sin alcurnia ni fortuna. Hermenegildo era de bajos recursos, de clase media baja, de piel blanca pero con familia mestiza, por no decir como dicen en Lima despreciativamente, era un cholito de medio pelo, trepador, uno que quería mejorar la raza buscándose una blanquiñosa; una niña de alta sociedad, de apellidos conocidos. Como María Ángeles siempre fue tan sencilla, madura y muy desarrollada para su corta edad y jamás mostró indiferencia social a nadie, sino todo lo contrario, pudo convencer a sus padres de que sí estaba lista para tener una relación amorosa con Hermenegildo. Con sus buenos argumentos, que algunos tachaban de socialistas, pudo convencerlos de que él era inteligente, trabajador, muy ambicioso y que, sobre todo, la quería mucho; que eran el uno para el otro, que él la respetaría y que ella sabía que ese hombre era el amor de su vida, con quien quería casarse, tener hijos y ser feliz. Si ellos la querían, entonces tenían que permitir que ella tuviera amores con él. Para no llevarle la contraria y pensando que a los pocos días ella se aburriría y cambiaría de opinión, le permitieron la entrada a casa y así empezó el romance que duraría tres años. Los padres de María Ángeles tenían otros problemas y nunca le dieron mucha importancia a Hermenegildo, lo aceptaron en casa porque veían que la hija estaba siempre contenta con su pretendiente, además él siempre los invitaba a ir con ellos al cine y a buenos restaurantes, los que pagaba con los gastos de representación de la empresa en que trabajaba. A los seis meses del romance Hermenegildo había pedido su mano, le compró un anillo de compromiso que asemejaba un diamante -que en realidad era un vidrio barato- pero a María Ángeles nunca le habían importado las joyas así que cuando ella terminó el colegio se casaron una noche cálida del verano en Lima a principios de 1971.

Muy creativa, diseñó su vestido de novia y lo cosió con la ayuda de su mejor amiga, Adela del Prado, quien había estudiado corte y confección en una academia de moda de esos tiempos. El vestido era precioso, muy sencillo, pegado al cuerpo. El velo, bastante largo. Ella misma preparó su ramillete con flores blancas y silvestres que le compró a su florista del Mercado de Surquillo, a quien su abuela había comprado flores por décadas. Esa noche María Ángeles solamente tenía ojos para su amado Hermenegildo. Escuchó con mucha atención decir a un cura que el día de la boda ella tenía que concentrarse en el novio y había tomado al pie de la letra las indicaciones del sacerdote de la iglesia de la Virgen de la Macarena. No hacía nada más que mirarlo y en su mirada se veía reflejado el amor inmenso que ella sentía por su futuro esposo. Ese día, cuando salieron de la iglesia, el novio la cargo en sus brazos y con dos parejas más de sus íntimos amigos se fueron a cambiar de ropa y a celebrar la nueva unión matrimonial al gran Hotel Bolívar, en pleno centro de Lima. En el camino a casa, tras salir de la Iglesia, a María Ángeles le provocó tomarse una chicha morada bien helada y comerse un hot dog; ella, todavía vestida de novia entró al local a tomarse la chicha morada con frutitas flotando y a devorarse el emparedado lleno de ketchup, mostaza, mayonesa y ají amarillo, mientras los curiosos la miraban -algunos con admiración, otros pensando que era muy original y algunos más con ojos críticos- no era muy común ver a una joven con traje de novia comiéndose un perro caliente. Más tarde, en el Hotel del Centro de Lima, muy cerca de la Plaza de Armas y del Jirón de la Unión, cenaron un ceviche de corvina con calamares y langostinos, choros a la chalaca, filete mignon acompañado de puré de papas amarillas y espárragos blancos; tomaron entre los seis varias botellas de vino tinto, vino nacional porque Hermenegildo siempre decía que el vino Tacama era muy bueno, que Perú también tenia buena cosecha y había que consumir el producto nacional.

Hermenegildo se había pulido mucho; siempre diplomático, muy medido, tenía una gran personalidad y era un gran actor -un hipócrita y mentiroso- algo que María Ángeles nunca descubriría. En esos momentos ella sentía tener una relación maravillosa, era la adolescente más feliz del planeta, vivía en su mundo de fantasías; escribiendo el nombre de su amado en cuanto papel encontraba, escribiéndole poemas llenos de ternura y pasión controlada, poemas llenos de promesas. Se enamoró de Hermenegildo desde la primera vez que lo vio, él era todo lo que ella se había imaginado que iba a ser su príncipe encantado. Ella pensaba que todo lo que Hermenegildo decía eran palabras sabias. Para ella, él era todo. Aunque era feo según la opinión de los demás, para ella él era guapísimo. Hermenegildo era alto, sí, pero demasiado delgado, además de ser feo tenía varios tic nerviosos; hacía muchas muecas, era exagerado y hasta amanerado en su manera de hablar. Era un hombre de nariz enorme y orejas prominentes, de pelo crespo y en esa época peinado afro; sus dientes no eran parejos, pero sí bien blancos y la verdad es que el tipo tenía personalidad porque no era lo que llamamos guapo ni promedio, era más bien un tipo feo, de risa sonora, exagerada y falsa. Claro, a veces, cuando se es feo se puede decir que se es de tipo interesante. Eso era Hermenegildo: un feo interesante; con personalidad, buen gusto y buenos modales. Un arribista de primera para cualquier persona que supiera leer a la gente, pero María Ángeles -inteligente y bonita- era muy cándida e inexperta, no lograba ver lo que los demás veían, estaba ciegamente enamorada y el amor es ciego. Tan ciego era el amor de esta jovencita que no supo en donde estaba metiendo los pies y cuan cara y dolorosa le iba a salir su primera experiencia amorosa. Este hombre iba a destruirle su primera juventud; es que María Ángeles no se daba cuenta que ella estaba escapando de su casa porque el ambiente disfuncional de aquel hogar la estaba empujando a ese matrimonio que era la solución inmediata para arreglar su vida. Ya no estaba la abuela Caridad para aconsejarla, para amarla, para consentirla y abrazarla dándole seguridad, felicidad y todo eso que le había dado siempre. Indudablemente María Ángeles se aferró a Hermenegildo, entregándole todo su amor y todas sus necesidades de ser amada, pero sobre todo Hermenegildo significaba la llave para una nueva vida, fuera de un hogar que se había convertido en una pesadilla diaria.

Hermenegildo había reemplazado el puesto emocional de la abuela. Al morir Caridad se creó en la joven un vacío emocional muy grande, enorme. Un vacío que solamente había podido ser llenado por Hermenegildo desde el primer día. Lo que pasaba era que increíble, Hermenegildo era muy parecido al tío que murió piloteando un avión de las Fuerzas Aéreas Peruanas, cuando era solamente un cadete en vuelo de entrenamiento, a quien María Ángeles encontraba físicamente parecido a su amada abuela y por esas cosas de la vida parece que uno cuando se enamora busca personas que se parezcan a su seres queridos. Hermenegildo tenía algo en su cara que le hacía recordar un poco a la cara de su abuela Caridad; los ojos profundos, la nariz aguileña, lo ordenado y detallista, los buenos modales. Cualidades que María Ángeles admiraba muchísimo y que también habían sido las cualidades características de la personalidad de su abuela.

Aquella noche de bodas estaba de visita en el Hotel Crillon dando un show la cantante cubana Olga Guillot y la famosa les dedicó varios boleros. Después de las 12 de la noche, los amigos cómo buenos curiosos y típicos metiches decidieron acompañarlos a la recamara nupcial que habían alquilado con el dinero del colectivo nupcial -regalo de donación que hacen en Lima cuando se casan los novios- para que pasaran su primera noche de bodas y el inicio de la tradicional luna de miel.



XV

Estaba nerviosa, pero lista; había conservado su virtud intacta hasta el altar, como le habían enseñado la abuela y las estrictas monjas del colegio católico. Así era en aquellos tiempos, todavía algunas llegaban vírgenes. Hermenegildo había respetado la pureza virginal de María Ángeles y fue delicado con sus caricias -todo en él era controlado por su mente calculadora-. En realidad fue bastante frío y apurado, pero para ella que no sabía nada de los juegos del amor, nada más que lo poco que había leído, fue la octava maravilla. Tres minutos después del acto, bastante borracho y hablando cosas sin sentido, Hermenegildo y María Ángeles, más enamorada del amor y de la vida que de otra cosa, muy cansada física y emocionalmente, terminaron durmiéndose profundamente y juntos por primera vez.

La mañana siguiente María Ángeles notó que le había bajado un poco de sangre, ella pensó que perder la virginidad le iba a doler un poco más; le dolió, pero no tanto como había imaginado. Despertó y empezó a mirar a su esposo, observó que tenía los dedos de los pies muy largos, también roncaba mucho; se acercó a darle un beso y le sintió el aliento a vino. Sin hacer bulla lo dejó dormir un par de horas más. Como a las 11 de la mañana se fueron del hotel en el carrito viejo de Hermenegildo, un Mercedes de tercera mano, siempre bien limpio y cuidado. Viajaron en carro a un pueblito serrano a tres horas de Lima. Pasaron por Ticlio -que es la carretera mas alta del mundo- y a la pobre María Ángeles le dio por primera vez soroche -mal de altura-. Se enfermó de mareos y se puso verde, después vomitó todo el almuerzo en la nieve y se sintió muy avergonzada de que Hermenegildo presenciara esos momentos embarazosos. Pensó que su esposo nunca más la besaría con el mismo gusto.

Estuvieron quince días visitando pueblitos de la Sierra Andina, se fueron de campamento; comieron choclos frescos, papas sancochadas y carnes a la parrilla, montaron caballo en casa de unos amigos en San Ramón, conocieron la Selva peruana, visitaron regiones de Loreto y navegaron por el caudaloso río Amazonas. Todas esas noches llenas de estrellas y del romance de los recién casados se quedarían grabadas para siempre en su romántico y sensitivo corazón.

Después de la luna de miel -que más bien fue un viaje turístico para conocer el bello Perú, que una típica, fogosa luna de miel como la de otras parejas- regresaron a la capital con el carro cubierto de barro e insectos. Hermenegildo se reincorporó a su trabajo como gerente general de una empresa internacional de medicamentos y María Ángeles empezó su vida de flamante nueva ama de casa y joven esposa ejemplar. Cuando por las noches llegaba el esposo, el proveedor, ella le tenía preparada ricas cenas que el disfrutaba mientras miraba la televisión. Se mudaron a un apartamento en San Isidro, el cual decoró Hermenegildo con muebles modernos y con pocos adornos; todo a su gusto, porque era muy dominante, controlador y minimalista. Tenían el apartamento sumamente limpio y ordenado. Una noche, a los nueve meses de matrimonio, la joven esposa sintió acidez estomacal y cuando no le llegó el periodo menstrual le dijo a su esposo, con mucha naturalidad y gran ilusión, que creía estar esperando un bebé. Hermenegildo recibió la noticia con poco entusiasmo y frialdad. Aunque ella siempre excusaba esa conducta fría e indiferente, poco a poco se estaba dando cuenta de que el Hermenegildo esposo era muy diferente al novio. Además de maniático, tenía mal temperamento, era pleitista y sumamente egoísta: Todo era para él y sobre él.

En Lima, a los egoístas les decían los “yo, mí, me, conmigo”; a esos que creían que todo era siempre sobre ellos, que cuando a ellos les pasaba algo el mundo dejaba de funcionar. A Hermenegildo, todo le molestaba y desde que se había casado con María Ángeles ya no le soportaba a la familia, criticándole continuamente a sus padres y a sus hermanos. No quería visitas ni de amigos ni de familiares, se había vuelto un dictador poco sociable que tenia completamente dominada a su esposa embarazada.

María Ángeles estaba enamorada y vivía en negación -consciente e inconscientemente-. Se negaba a aceptar lo que sus ojos miraban y lo que su corazón empezaba a sentir. No hay peor ciego que el que no quiere ver, ni peor ciego que un corazón enamorado sufriendo en silencio. María Ángeles no era feliz, ya no sonreía; se repetía que todo esto era pasajero, que Hermenegildo tenía un temperamento muy fuerte, pero que en el fondo era muy bueno. Ella se había casado con él, lo escogió como esposo -el padre de sus hijos- y el matrimonio era para toda la vida.


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