Otro pedacito mas de Luz de Almas Viejas....


XVI

Los días se convirtieron en semanas, las semanas en meses y los meses en años. Estos siete años se habían ido bien rápidamente porque María Ángeles estaba siempre tan ocupada con sus hijos y con sus hermanos, tratando de llenar sus vacíos. Tuvo a su primer hijo después del primer aniversario de boda. Leonardo, un varón hermosísimo que pesó casi 5 kilos al nacer, rubio como un querubín de ojos celestes y tenía la piel tan blanca que más parecía un bebé holandés; era igualito a la madre, del padre no tenia nada, por eso Hermenegildo quiso encargar la mujercita, pero les llegó otro varón, el segundo. Carlos Juan, también blanco como la nieve y de facciones muy finas, ojos verdes y pelo color trigo, este se parecía mucho al abuelo por parte materna, llorón desde el principio; fue el producto de un embarazo muy malo y un parto todavía peor.

Al poco tiempo la pobre María Ángeles parecía anoréxica, tenía que rebajar todas las libras ganadas con los dos embarazos para que su esposo la siguiera encontrando atractiva. Él odiaba a las mujeres gordas, las criticaba sin cesar, no había nada más malo en el mundo ni más feo e imperdonable que una mujer gorda. La pobrecita pasaba hambre, comiendo una gelatina y una manzana al día, para mantener un peso de 128 libras. Todo para que su marido estuviera feliz y orgulloso de ella, para que la siguiera queriendo y no la cambiara por otra. Hermenegildo hacía bromas pesadas, a veces la llamaba mi ballenita blanca, le puso por apodo la gordinflona y pasaba los días repitiendo que si seguía gorda la iba a cambiar por un modelo nuevo, como si se tratara de un carro. No la tocaba, se pasaba meses enteros sin hacerle el amor. Durante los periodos de embarazo, la rechazaba y le decía cosas horribles: que ella tendría que volver a tener su figura de antes, porque con ese cuerpo deforme no sentía ningún deseo.

Cuando se puso regia, después de pasar meses de hambre, entonces Hermenegildo decidió que era tiempo de embarazarla por tercera vez y esta vez más le valía que le saliera mujercita. La pobre infeliz desde el tercer mes sentía las patadas del bebé y sabía que este embarazo era muy similar a los dos primeros, pero le rogaba a Dios por una mujercita. Fue su embarazo largo, parecía que el bebé nunca iba a llegar. Entonces, a los 9 meses y un poco más, llegó Pablo -Pablito- el tercero, con su pelo negro como la noche, narigón y orejón como el padre. El pequeño era gracioso, porque no hay bebito feo, pero este sí que parecía hijo de Hermenegildo, era como si lo hubiera procreado el mismísimo Hermenegildo con la Filomena Quispez y no con María Ángeles, quien había engordado muchísimo -pesaba casi 90 kilos -. Haciéndose el simpático, cuando le enseñaron a su tercer varón, Hermenegildo dijo: -parece que no soy chancletero, al menos este se parece más a mí y no al lechero- y sin demora alguna agregó -mujercita mía, espero que te pongas en régimen pronto porque como sabes a mí nunca me han gustado las gordas, así que ya sabes te me pones a dieta, te quiero con el cuerpo que tenías cuando te conocí… Lo que más me gustaba de ti era tu cinturita y que no tenías barriga, te quiero ver así de nuevo, yo me casé con una mujer delgada y quiero que sigas siendo flaquita y bonita para lucirme contigo, como cuando éramos novios…-

Hermenegildo le dijo a María Ángeles que no la llevaría a ninguna reunión social o de trabajo -ni a la esquina- mientras no volviera a su peso de 55 kilos, que se avergonzaba de su gordura y que no entendía por qué ella no podía hacer unas barrigas más decentes como la de otras chicas de Lima que con siete meses de embarazo no parecían que estaban en estado. La pobre adoraba a su esposo y no quería perderlo, pero cada día se sentía más insegura, deprimida y nerviosa; ella quería sentir estabilidad, que su matrimonio fuera como el de su abuela Caridad, anhelaba una vida perfecta. Había tenido dos misiones en la vida: ser esposa y madre, pero ahora tenía la misión de ser flaca, como cuando soltera.

La dieta se volvió una obsesión para la joven madre de tres hijos, se la pasaba encerrada en su apartamento de lujo, cuidando a sus bebitos y pasando hambre para mantener al esposo contento. Ella, a pesar de las dietas y las circunstancias, nunca perdió su buen carácter ni su bondad. Aprendió a reírse cuando lo que deseaba era llorar a mares. Nadie estaba enterado de lo que vivía, Hermenegildo la maltrataba verbalmente y ella no conocía nada más que el abuso. María Ángeles era bella por dentro y por fuera, era un ser angelical desde el día en que nació, por eso la abuela Caridad pidió que la bautizaran con ese nombre, porque parecía un angelito. Hermenegildo no sabía lo que tenía, no valoraba a esa gran mujer. No la amaba, nunca la amó, se había casado con ella porque ese matrimonio le abría muchas puertas; María Ángeles era su escalera al triunfo, la heredera de una buena fortuna que él supo aprovechar desde el primer momento en que la hizo su esposa. Un demonio casado con un ángel, Hermenegildo era un lobo disfrazado de cordero, un mal tipo que comulgaba todos los domingos en la misa y al día siguiente fornicaba con otras mujeres sin sentir ningún remordimiento; maltrataba a sus empleados, pero eso ni se lo imaginaba la engañada esposa que todo el tiempo había sido una víctima de los intereses de este ser tan ruin y calculador.

Hermenegildo era un hombre malo y equivocado, un acomplejado y arrogante que se creía la última Coca Cola en el desierto. Practicante de todos los pecados capitales: soberbio, vanidoso, arrogante, falso y mentiroso, creído, lujurioso; lleno de símbolos exteriores de riqueza, pero con una vaciedad infinita y a quien le gustaban el alcohol y las drogas. El esposo de María Ángeles era el más grande de los narcisistas; ella tardaría mucho tiempo en reconocerlo y aceptar lo infeliz que era, porque vivía llenando los vacíos de su vida trabajando para escapar del dolor de su mundo real.

Cuatro meses después de nacido Pablito, su tercer bebito, ya había logrado rebajar todas las libras de más, sólo pesaba 110 libras y lucía más como una modelo de alta costura que una joven madre con tres hijitos. En aquellos días no se hablaba nada de la anorexia, pero María Ángeles estaba desarrollando algo muy similar, privando a su cuerpo y a sus órganos de la alimentación normal de una mujer joven. Rebajó demasiado y esta dieta le iba a ocasionar problemas graves de salud futuros.

Con aquel cuerpo despampanante, notó por primera vez que otros hombres la miraban y piropeaban mucho cuando iba al mercado o de compras, entre ellos un amigo íntimo de Hermenegildo quien descaradamente una tarde se quiso sobrepasar, de una forma vulgar y grotesca, con ella en la entrada de la nueva casa. María Ángeles, incrédula y nerviosa, tuvo que defenderse y prácticamente como un instinto de preservación le dio una patada en los testículos al hombre que cobardemente salió corriendo para desaparecer para siempre de sus vidas, porque nunca más se supo de él. Cuando le contó a su esposo sobre el incidente, Hermenegildo bruscamente le cambio el tema, le dijo que no quería que ella le hablara de cosas tan desagradables.
-Olvídate, olvídate de eso, bórralo de tu cabecita- Dijo y seguidamente agregó:
-Llegó el momento de encargar a la mujercita mi amor, nuestros hijos necesitan una hermanita-. La empujó al dormitorio y le hizo el amor, si es que se le puede llamar así a la forma poco apasionada y falta de amor con la que el frío y calculador esposo la hacia su mujer; como siempre en posición misionera, que era la única posición que practicaba muy católicamente con su inexperta esposa. Para salir de apuros, le subió la falda, ni siquiera esperó a que se quitara la ropa para empezar a llenarla de caricias. Posiblemente hasta la rechazaba por la blancura de su piel que parecía jamás recibir a los rayos del sol. Él siempre era rápido, ni siquiera la besaba, como un conejo le hacía el amor apurado y en menos de dos minutos resultó embarazada por cuarta vez la fértil e infeliz mujer.

De sus cuatro embarazos, el último resultó el peor; la pobre vomitó los nueve meses, se puso más gorda que nunca y se le deformó la cara, las piernas se le hincharon como columnas griegas y los labios se le pusieron enormes. Le dio por comer muchos dulces y postres, muchos tallarines con mantequilla y crema de leche. Tuvo un parto muy difícil y nació el más pequeñito de sus cuatro hijitos, Salvador, otro varón. La cara de decepción de Hermenegildo lo dijo todo. No hizo ningún comentario cuando vio a su cuarto hijo, solo hizo un gesto que hablaba más que mil palabras y puso cara de pocos amigos. Salvador era un bebito perfecto, precioso. Igualito a la abuela materna, además este bebito era de los que nunca lloraban, tenía una gracia especial y era que podía silbar haciendo un sonido como el de los pajaritos, dormía poco y a veces lo encontraban en su cunita tarde en la noche con los ojos bien abiertos, sonriendo y silbando. Salvador sería el pequeñito que iba a cuidar mucho a su madre en los próximos años. Sería como su nombre, Salvador, una salvación en la vida de María Ángeles.

Ya casi nunca estaba en casa, trataba de llegar bien tarde para evadir el bullicio de los hijos y la responsabilidad paternal. Todo le molestaba y siempre decía tener mucho que hacer fuera de su casa. Le daba todo tipo de excusas y ella le creía todas sus mentiras. Como tenia un trabajo importante siempre estaba viajando y usaba los viajes como pretexto para no estar en casa, a veces pasaban dos semanas y no se sabía nada de él; sencillamente desaparecía y su esposa no le podía preguntar nada porque, de hacerlo, él se ponía furioso y se la comía con las palabras y con los insultos. El abuso verbal era parte de la rutina diaria en la vida de esta pareja. María Ángeles había sentido por el padre de sus hijos un amor incondicional, sin egoísmos. Amaba ciega e inocentemente, con candor y romanticismo. Para ella, no podía ser de otro modo, mas él poco a poco iba acabándole la autoestima, destruyéndole el espíritu y haciéndola sentir una mujer más del montón, cuando ella siempre fue tan especial.

Hermenegildo se había casado con la inocente y boba jovencita de buena familia porque tenía planes y metas que cumplir, para él ese matrimonio era un asunto de conveniencia. Gracias a eso pudo posicionarse en un ambiente prohibido para personas como él. Había podido ser miembro del Club Nacional, del Club Regatas de Lima y del Club de Villa; ir al Jockey Club, entrar a las grandes casas de Lima, a las mejores discotecas -Unicornio y Ebony- en aquel entonces, tener una casa de campo en Chosica, jugar al golf con los ricachones y altos ejecutivos de empresas americanas en San Isidro, veranear en las playas de Ancón y Santa María. Ser del ambiente de la familia pituca de María Ángeles. Gracias a su matrimonio con la “blanquinosa” mitad americana y mitad peruana, él había podido viajar varias veces a Europa y hasta hacer un curso de post-grado en una prestigiosa Universidad de los Estados Unidos. Al casarse con ella, él dio inicio a los trámites para hacerse americano, sin perder un solo instante. Hermenegildo nunca daba puntada sin hilo.

Hermenegildo planificó su vida futura desde el día en que se enteró de quien era aquella jovencita; la vio y pensó que era bonita, pero mucho más atractiva le resultó su inocencia. La supo enamorar en quince minutos y le lavó el cerebro, la acondicionó para su conveniencia. Le fue bastante fácil conquistarla, tenía una gran labia y sabía ser romántico; María Ángeles era tan romántica que sus amigas siempre se burlaban de ella diciéndole que había nacido fuera de época, que se comportaba como una de las heroínas de Jane Austin en Orgullo y Prejuicio, uno de sus libros favoritos.

Adela, la mejor amiga de María Ángeles, sabía quien era el esposo de su amiga, conocía muchas cosas feas de Hermenegildo que jamás comentó con su amiga para no causarle agravios ni dolor; ya su amiga tenía suficiente con el marido dictador y cuatro hijitos, además de otros fuertes problemas familiares que existían en la vida de su compañera de colegio, sabía que María Ángeles tenía la cualidad o el gran defecto de cargar con todo el dolor y el peso del mundo con la resistencia de San Francisco de Asís. Adela sufría mucho por su amiga de la infancia, pero pensó que lo mejor que le podía haber pasado era que Hermenegildo se fuera para siempre de su vida. En ese momento Adela odiaba a aquel hombre, no sentía el menor dolor por él, pensaba que Dios había hecho justicia a su amiga. Adela pensaba en todas las cosas horribles de este hombre: adúltero, mentiroso, inmoral. Indudablemente un tipo sinvergüenza. Lo que Hermenegildo nunca planeó fue su muerte a edad temprana y que todos sabrían que era un maldito hijo de la gran flauta -por no insultar a su madre, que era otra víctima-. Un desgraciado al que su matrimonio no le impidió mantener una doble vida, con prostitutas y otra mujer con la que también tenía varios hijos de la misma edad que los nacidos en el matrimonio.

Al funeral no fue mucha gente y los que fueron eran los curiosos -chismosos-. Todos murmuraban y se empezaron a tejer historias, María Ángeles era el tema de conversación de moda. A la joven viuda no le dieron los pormenores de la muerte del esposo, Adela se encargó de callarles la boca a todos; para qué causarle más dolor, ya su pobrecita amiga había pasado por mucho en tan poco tiempo y todavía no empezaba la verdadera tormenta.

A las 10:30 de la mañana, en un hotelito de mala muerte, lo encontraron desnudo y desmayado, con la billetera sin dinero. Aunque en los registros de la habitación del hotel del kilómetro Once y Medio figuraba otro nombre, no tuvieron problemas en reconocerlo, era un cliente asiduo del lugar. Fue llevado de emergencia al hospital más cercano, en donde determinaron que le dio un infarto, posiblemente por mezclar alcohol con alguna de las pastillas que tomaba para los nervios. Sólo tenía treinta y tantos años.

Así fue como unos meses antes de que María Ángeles llegara a Miami, había enterrado a su esposo de siete años; su primer y único novio, el padre indiferente de cuatro varones. Tenía el corazón en pedacitos; estaba destruida física y emocionalmente. En esas circunstancias, una noche, tuvo un sueño en el que sintió una voz maravillosa que le hablaba susurrándole con dulzura. Se levantó temblando y sudorosa después de escuchar esta voz que claramente le decía:
- Hija mía, vete… Deja la tormenta… Busca el sol.- Aquella mañana, cuando se levantó llamó a su mejor amiga y le contó:
- Acabo de escuchar una voz maravillosa mientras dormía, no sé si fue mi Ángel de la Guarda, si fue el mismísimo Padre Celestial, si fue mi abuela Caridad o el Niño Jesús, pero esa voz no fue de este mundo… Esa voz me ha llenado de paz y al mismo tiempo de una gran inquietud. He decidido hoy mismo que tengo que irme del Perú; tengo que buscar el sol y dejar la tormenta, eso quiere decir que me tengo que marchar, es un aviso que me mandan del cielo. Tengo mi pasaporte Americano al día y en este mismo instante me voy a comprar los pasajes de Lima a Miami. Me voy, lo dejo todo guardado en un almacén y me voy para los Estados Unidos.

Adela pensó que su amiga estaba tan deprimida y desesperada que empezaba a escuchar voces mientras dormía. Indudablemente el dolor la tenía un poco loca y perturbada, pensó que le haría mucho bien cambiar de ambiente, pero todo esto le pareció un disparate. Pensó que a los pocos días estaría de regreso, porque para qué se iba a ir al extranjero si en Lima tenía una buena casa y criados que la ayudaban, además su padre tenía una buena posición. En Perú estaban sus amistades y su ambiente sociocultural -su vida-. Nunca pensó que su amiga de la infancia se iría a Miami para quedarse por mucho, mucho tiempo.

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