Anécdotas de vidrio


Anécdotas de vidrio
by Róger Édgard Antón Fabián


Nunca hubiera imaginado ni en el sueño más remoto vivir lo que me sucedió la noche aquella en que la madre precisamente de quien sería un amor, –quiero pensar, esta vez y ahora sí para siempre: “imposible”–, llegara a mis aposentos y destruyera todo, o casi todo, que era una manera más bien directa de tratar de demoler o continuar arruinando a su propia hija, tan linda y tan sola a pesar de la multitud de seres que siempre han estado en torno suyo. Y es así simplemente, venía acompañada de su propio padre, un ser que me insultó sin mediar palabra, y claro yo siempre fijándome como un niño educado en las palabras. Y ahí estuvo el prejuicio, la ignarez, la pobreza, pero también la razón propia, y sin duda el reclamo.

Echó abajo los enseres domésticos, como si fuera lo que más importara. Y de hecho mantendrá el secreto que yo hago público, como quien pide que lo acribillen que ningún miedo o temor le causa la muerte. A fin de cuentas provoca risa y sonrisas intermitentes; pero también náusea, que el teatro de la vida viene hecha a cuadritos y con actos, y la escena de la noche no es sino platos quebrados, vidrios regados, mi máquina de escribir que me regaló mi padre, y que pertenecía a mi abuelo Marcelino hecha añicos, las paredes regadas por una extraña salsa jugosa, las pinturas con el trazo aquel que faltaba y que calza a la perfección en la imagen que cada una posee. Solo se salvó la memoria.

Allí estuve, primero al lado de ella, que a la orden de la furibunda madre, en respuesta a una procacidad tuvo que partir, quizá para que no se enfurezca más. Permanecí impertérrito, tranquilo, viendo milímetro a milímetro cómo es que partía las cosas. Yo que la había visto a ella misma acurrucada en los brazos y en la cama de un amigo mío cuando la esposa de éste emigró a Europa y entré en la casa suya hacía algún tiempo pues su puerta estaba abierta y no atiné sino a salir a punta de pies y sin hacer ruido, pues vi una hermosa imagen, fui encontrado en similar situación. Pensar que la noche anterior y entre sueños escuché su voz. Ironía de la vida.

Siempre he pensado que quien manifiesta del contrario dice mucho de sí, así si han de tildar al semejante es la medida que se refleja de sí mismo, pero incluso más allá, merced a dudas, requiebros, posibilidades y aspiraciones. Siempre he creído también que somos como nos ven, y no como creemos ser, aun nos vean con reciente odio, por algún resquicio de temores, aprensiones o sospechas ha de escaparse la realidad. Y claro a fin de cuentas uno es para el semejante un pobre diablo, que vive en un cuarto piso de algún lugar de Lima, un Don Nadie visto como un Don Juan, que ya es algo. Razones latinoamericanas de por medio, chico, diría Tomás Gutiérrez Alea el director de ese largometraje cubano que es Memorias del Subdesarrollo.

Y lo extraño es que la mujer provocaba eso que se llama conmiseración, y también entendimiento porque acaso no habría sido mejor una charla amena, que el vinito argentino que rutilaba en la mesa se salvó, y bien podría haber restado la decadencia. Y pensar que esta vez la conversación había echado cuerpo, pues la noche pasada el amor dio rienda suelta a la caricia. Y es verdad también que me pareció raro, una sensación de emboscada, el ver los zapatos y las zapatillas del caballero, y sentí que la niña permanecía un tanto confundida, a pesar de que ciento de veces ella ratificó que no fui el causante ni mucho menos, pero ni modo sinceramente también el apiado tercero y la comprensión vital estuvieron ahí, me sentí extraño quizá por la vista nocturna y el restallar de las luces de la ciudad desde el quinto piso donde ella vivía.

El ser que la acompañaba, antes de que me llamara pobre diablo, a fin de cuentas la retuvo, porque yo iba a seguir mirando como todo se venía abajo con ojo fotográfico y mirada atenta, allí como si tal cosa y tan solo pidiendo calma, y quizá de a poquitos dando la razón y comprendiendo el imposible y que de algo hay que vivir y que es cuento eso de que no solo de pan vivirá el hombre. Hay de madres que en su día fueron niñas para ser mucho más tarde suegras, y pensar que alguna vez me sirvió un plato de comida calentita merced a la orden de mi querido amigo, que por cierto me traicionó pues vertió algunos calificativos negativos sobre mi persona, para quedar bien siempre consigo mismo ante el semejante y él quien más de una vez propuso a la niña adentrarse en amores manifestó esa arista mía tan impresentable, pero como dijo el magistral poeta Jorge Teillier, quien dejó que Sibila Arredondo, su mujer y madre de sus dos hijos, se vaya de su natal Chile con nuestro connacional Arguedas, todo lo que dicen de mí es verdadero. A mí los golpes o intenciones casi siempre me tienen sin cuidado, venga de amigos o enemigos.

Felizmente mis libros aunque asombrados permanecieron ignorados. Era lo más valioso y no como equivocadamente tildaron con cierta miseria a mansalva, porque yo no podría haber hecho nada sino esperar pacientemente que todo lo destruyeran. Todo el resto –y en ello coincidimos– puede recuperarse, yo que estaba pendiente de cambiar la loza que su nieta no acabara de romper. Pero era una premonición, casi un aviso, pensar que la cuidaba tanto, y de golpe todo se fue, a fin de cuentas en qué terminará esta novela que quizá también sea la imposición del destino, esa manera huidiza de la felicidad que se va como agua entre los dedos. Una historia esquiva si es que aún no termina, y que no es sino un sueño, ya no sé si dulce o agrio, si acaso mañana por la mañana ha de romperse la noche.

A fin de cuentas era una relación establecida, y así tenía que suceder de un solo golpe, con esa gracia de suerte que ha llevado a este término, a este confín exacto, tal como lo recordaré, si cabe el mérito o la secuela de mi propia vida. Ahora no quedará sino con sumo cuidado tratar de reconstruir milímetro a milímetro el exquisito orden que siempre anhelo, la exactitud de cada pieza, sin olvidar la intención y la huella, que solo el tiempo y la memoria echarán cuenta del acontecer. Ah, y por cierto, por quinta vez en mi vida testaruda fui amenazado de muerte. Vale y tiro, otra vez.



© Róger E. Antón Fabián, es autor de la novela “El Paraíso Recuperado” (España).

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