Otro pedacito de “Los sapos no saben leer”
Hace mucho tiempo, cuando era muy joven,
comprando un libro, conocí a un hombre muy bueno, un ser excepcional. Su
personalidad y caballerosidad me dejaron enormemente impresionada, su sonrisa
me conquisto en un segundo. Hoy, treinta y tantos años después, me di cuenta
que fue amor a primera vista. Que fue amor para toda la vida. Lo empecé a
querer desde su primera palabra. Su sonrisa, el brillo de sus ojos, su mirada
que decía tanto, quedaron grabadas para siempre en un rincón de mi alma y supe
que nunca lo podría olvidar. Ese hombre,
bastante mayor que yo, estaba en amores desde hacía varios años con una mujer
profesional y exitosa que había tenido que mudarse a otra ciudad a trabajar,
ella quiso que él se mudara y consiguiera trabajo cerca de ella, pero él amaba
mucho a sus padres y le gustaba la ciudad donde vivía, y decidió quedarse, manteniendo
su relación a la distancia, por un largo periodo de tiempo, hablando por
teléfono con ella todas las noches por un rato, y siendo fiel a su compromiso. Lo conocí cuando ella estaba lejos, fue el
destino y nuestro amor por la literatura lo que hizo que esa tarde los dos
estuviéramos en aquella famosa Librería a la misma hora. No fue casualidad, no
creo que nada en la vida sea casualidad.
Todo pasa por algo.
Sería el principio de una linda amistad
literaria, espiritual, intelectual, religiosa.
Yo era muy jovencita y la vida me había golpeado mucho, divorciada, con dos
hijos pequeños que tenía que ir a recoger a la salida del colegio, cuando
estaba en la caja pagando por los libros que había comprado, me hizo un
comentario, me dio su tarjeta, me pregunto si tenía casa propia, que si vivía
cerca, en fin trato de entablar una conversación para seguir conversando, pero
yo estaba apurada, se había hecho tarde y mis hijos tenían que cenar, mi
respuesta al despedirme fue cortante, no entablaba amistad con desconocidos y
menos con hombres que trataban de levantarme en un lugar público. Me siguió al parqueo, me dijo mientras retrocedía
que quería ser mi amigo, que no podía dejarme partir sin saber mi nombre, que
por favor lo llamara, y me dio su tarjeta.
Le dije mi nombre, “me llamo Luna y uno de estos días te doy una
llamadita”. Días después, porque espero
un par de días, me llamo para preguntarme si podía ir acompañarlo a una reunión
en la Iglesia a la que por esas cosas de la vida, era la misma a la que íbamos
cada domingo a las 12. Primero, nos
hicimos amigos telefónicos y después empezaría a visitarme en casa después del
trabajo, de 6 a 9 PM, todos los días, compartiendo la preparación de la comida,
jugando con mis hijitos; recuerdo que nos
pusimos a dieta juntos y rebajamos muchos kilos en cuatro meses, caminábamos por la orilla del mar los fines de
semana, todos los domingos íbamos a misa, y nos reíamos mucho. Conocí a su madre, una mujer de pequeña
estatura pero de mucha cultura, conocí a su mejor amigo y fuimos a varias
fiestas juntos, al cine, a la playa, hasta hicimos un viaje en crucero invitados
por la empresa en donde por aquel entonces trabajaba. Todos esos meses me sentí
por primera vez en mi vida completamente feliz, estaba en silencio locamente
enamorada de él, y no me daba cuenta de lo que pasaba por su mente, de que no sabía
con quién quedarse, de que no tenía el corazón ni podía romper con su novia de
tantos años. Ella seguía a miles de
kilómetros de distancia y yo le rezaba a Dios para que ella se olvidara de él y
entonces él podría ser libre para amarnos. Nunca tuvimos una discusión, éramos
dos almas que se habían vuelto a encontrar, nos llevábamos de mil maravillas. Él había estado en la guerra y sufría de
insomnio y traumas, pesadillas y depresiones, no hablaba de esos años en que
había sobrevivido a muchos de sus compañeros de batallón en Vietnam, sabia
volar, sabia pelear, había posiblemente tenido que matar sabe Dios a cuantos
vietnamitas y siempre evitaba mis preguntas al respecto. Me daba cuenta que se sentía muy comprometido
con su novia, que sentía que le estaba siendo infiel con sus sentimientos y nuestra
amistad que era un amor escondido, porque ambos nos habíamos enamorado. Yo no lo sabía con seguridad, pero estaba
segura que ya le había pedido a su novia que se casara con él y conociendo sus
valores y creencias, era un hombre de palabra.
Durante seis meses nos vimos casi todos los
días y aunque yo me había enamorado locamente de él y me moría por besarlo, por
abrazarlo, por acariciar su rostro, controlaba mis sentimientos porque no
quería perderlo, esperaba con toda mi ingenuidad y paciencia que él se diera
cuenta que éramos el amor y que podíamos ser una pareja muy feliz, de que él
podría aprender a querer y aceptar a mis hijos y yo todavía era lo suficiente
joven para darle uno o dos hijos. De que yo podría ser una buena esposa, su compañera
para el resto de nuestras vidas.
En aquellos días yo tenía muchos
pretendientes, me puse muy atractiva ya que había rebajado muchos kilos y
recuperado mi figura, me puse muy delgada, los hombres me devoraban con sus ojos, en el trabajo había un muchacho guapo,
divorciado, atlético y seductor que
andaba correteándome, enamorándome insistentemente y yo no le hacía caso, porque estaba enamorada de Miguel, porque para
mí no había nadie más que mi amor imposible, mi amigo, mi adorado Miguel, que
era un Cubano criado en Boston, con mucha cultura e impecables modales y a
quien admiraba por su generosidad con los pobres y su sentido del humor. Me hacia reír tanto, nunca me había sentido
tan feliz, tan llena de vida, todo me parecía maravilloso a su lado.
Una noche por el mes de Setiembre, me dijo
que su novia estaba regresando a la ciudad y que se irían de viaje a conocer países
en América del Sur, Argentina y Perú. Que
él ya había programado esos viajes durante las vacaciones de ambos, que sabía
lo que quería y lo que no quería, que tenía que tomar una decisión con respecto
al matrimonio ya que tenía casi 40 años y quería formar una familia, que se
había jurado que si algún día decidiera casarse tendría que ser con una mujer
que no tuviera hijos, por la Iglesia Católica, con una mujer vestida de blanco
y virginal, que no fuera divorciada y que no fuera latina. Que si yo hubiera
sido soltera y sin hijos todos hubiera sido muy diferente. Pero yo era divorciada, con tendencia a ser gordita,
que yo tenía dos hijos y una familia muy disfuncional, que era latina. Me sentí muy dolida ante todas esas palabras
que le dictaba la mente, contrarias al amor que sentía por mí, porque yo sentía
que el amor era mutuo y que mi presencia lo hacia también muy feliz, que me
necesitaba y extrañaba tanto como yo a él.
Sentí que la tierra se me abrió y
que caía en una fosa muy profunda y oscura, lloraría toda la noche, no pude conciliar
el sueño, sentí dolor en el pecho,
angustia, rabia, que la vida había sido siempre muy injusta y cruel
conmigo. Joven e impetuosa, con mi orgullo femenino por el piso, con mi
vanidad herida, le dije que no entendía porque él me hablaba así, si entre los
dos nunca había habido nada más que una amistad y que le deseaba toda la
felicidad del mundo, aunque por dentro me sentí rota en mil pedacitos. Esa
misma tarde, y para demostrarme que yo era digna de ser amada y aceptada,
acepte la invitación del seductor con cuerpo de físico culturista, y fui a
cenar con el pretendiente, (un tipo que
no servía para nada, que no tenía ni cultura ni inteligencia) pero que mi ego, vanidad y mi corazón herido
hicieron que cometiera el error más grande de mi vida. Salí a cenar con el cubanito que enamoraba a
todas mis compañeras de la oficina, y yo que jamás había tomado una copa de
vino, esa noche me tome unas copas de más, terminando en los brazos del hombre que más
parecía un pulpo, cuando me di cuenta estábamos prácticamente desnudos. Mis hijos estaban de viaje con su padre. Era
tarde, tenía las cortinas de mi sala y de mi dormitorio completamente abierto. En
mi borrachera, no había reparado en que las había dejado abiertas. Miguel había estado llamando y llamando y al
no contestar el teléfono decidió venir a buscarme a casa. Sorpresas tiene la vida, me encontró infraganti
en la cama con el extraño. Fue
suficiente, en ese momento lo perdí para siempre. Dio marcha atrás, y me imagino la decepción
que tiene que haber sentido. Al día siguiente me llamo muy temprano en la
mañana para decirme que había pasado a buscarme la noche anterior para decirme
que se había dado cuenta que me amaba y que con quien quería casarse era
conmigo, y que nunca pensó que podría traicionarlo, que iba a apurar su boda y
que lo había decepcionado, que nunca se imaginó que yo era así, que
posiblemente todo el tiempo lo había estado engañando con otros hombres, que él
pensaba que yo lo amaba pero que indudablemente no era así porque me había
encontrado haciendo el amor, en brazos de otro hombre. Llorando le suplique que entendiera que
aquel hombre no significaba nada en mi vida, que mi alma, mi corazón, mi mente
le pertenecían. Y con una frase muy
fuerte me dijo “pero tu cuerpo, tu cuerpo es de cuantos Luna”.
Ese día me sentí morir. Sería la última vez que lo vería. Mi vida nunca volvería a ser igual. Me sentí sucia, me sentí pecadora, me sentí vacía.
Empezaría a auto-mutilarme por muchos años.
El tiempo y la vida pasaron, y nunca supe
de él. Nunca me pude perdonar la
estupidez de mi inmadurez, vanidad, arrogancia, rabia, venganza, de haber
salido con un hombre que solo quería una noche de lujuria y placer y de haber pagado
un precio tan alto por mi error, de haber perdido al amor de mis amores. Que caro se pagan los errores. Perdí al amigo, perdí al hombre de mi
vida. Nunca lo pude olvidar. Nunca más me volvería a enamorar ni volvería
a amar así. Mi corazón, mi alma le pertenecía,
lo único que nunca le había pertenecido fue mi cuerpo, pero no por mi
elección. Empecé a comer y comer hasta
volverme una mujer muy obesa y poco atractiva, me quise volver invisible, porque no quería que ningún hombre se
volviera a fijar en mí.
Pasaron muchos veranos, casi cuarenta. Diagnosticada con una terrible enfermedad terminal
y porque quería despedirme, una mañana muy enferma llegue a su puerta, antes de
tocar el timbre me abrió la puerta su esposa, una mujer muy educada que se sorprendió
cuando la salude mencionando su nombre, le dije perdona el atrevimiento soy una
amiga de la juventud de tu esposo, no sé si alguna vez él te hablo de mí,
estaba visitando a una amiga muy enferma que vive a pocas cuadras y sentí una
voz que me dijo que ya que estaba en el barrio, pasara a saludarlos. Me dijo que su esposo estaba trabajando, que ella ya no podía trabajar por problemas
de salud pero que gracias a Dios él todavía tenía fuerzas a pesar de su
avanzada edad. Me hizo pasar, me di
cuenta de que tenía muchos ángeles y cuadros religiosos, un hermoso crucifijo y
un cuadro del Sagrado Corazón de Jesús, vi la Biblia y el Rosario en una mesita,
la bendición del Papa en una mesa esperando ser enmarcada y nos pusimos a
conversar como si fuéramos amigas de toda la vida, sin darnos cuenta del paso
de las horas. Ella me contaba muchas
cosas que habían pasado desde la década de los ochenta hasta la fecha, de su
hijo, de cómo había dejado de trabajar, de los libros que tenían por cantidades
porque ambos eran ávidos lectores. Cuando me di cuenta que eran casi las 2 de
la tarde le dije que tenía que tomar mis medicamentos y se me había pasado la
hora, empecé a sentirme muy débil, ella muy amable, me ofreció algo de comer,
me dijo que había preparado la noche anterior arroz con pollo, que tenía fruta
picada, que podía hacerme un emparedado, puso inmediatamente la mesa y al
servirme la comida empezó a orar agradeciendo los alimentos. La mujer era un ángel, irradiaba dulzura y bondad,
su casa muy acogedora me abrazaba, sus ojos me miraban con mucha ternura, nunca
me había sentido tan cercana a nadie, mi mente me decía que era una atrevida,
una intrusa, que no debía haber invadido su casa, pero seguimos tocando temas
muy profundos y leímos a Pablo en la Biblia, le busque en Efesios la parte que
habla de la armadura de Dios. Le preguntaría
en un momento si había sido feliz en su matrimonio de casi cuatro décadas, me
dijo con toda la honestidad del mundo que había tenido años buenos pero que
también había tenido muchos problemas con Miguel, hablamos de su hijo, de su
madre, de su suegra, de que había perdido a dos hermanos y a su madre dos años
atrás. Tuve que contener el llanto
muchas veces, me sentía como una ladrona, una mujer atrevida, como una persona
que había invadido su hogar, pero al mismo tiempo sentía que no era casualidad,
una voz me había ordenado llegar hasta su puerta.
Cuando ya estaba por marcharme, llegaría Miguel,
su esposo, el único hombre que había tenido en su vida, el que era tan buena
persona, tan buen esposo, tan trabajador. Sentí tanto miedo de su reacción, de lo que podría
sentir al encontrarme en la sala de su casa, de si me iba a reconocer. Cuando
me vio le dije: no sé si te acuerdas de mí… y me dijo, eres Luna y mis dos apellidos
– recordaba mi nombre completo – y pretendió hasta alegrarse y supo controlar
la sorpresa, se disculpó unos instantes para ir a su dormitorio a cambiarse de
ropa, regreso a los pocos minutos, y sentado me pregunto por mi trabajo, por mi
familia, y después me dijo “todos los días de mi vida he rezado por ti y por
tus hijos”. Al despedirse después de
unos minutos de conversación, me pregunto si necesitaba ayuda para pararme, y
me dio un abrazo muy tierno al despedirse, y sus ojos me dijeron todo lo que su
voz no pudo decir. En esos pocos minutos hablamos un rato de nuestras vidas,
ambos estábamos involucrados en la misma misión de servir y ayudar a los
pobres. Me quiso hacer un cheque de
donación, “quiero ayudarte me dijo”. Le
dije que aceptaría la ayuda en otra oportunidad, antes de la Navidad.
Cuando me subí al carro, las lágrimas de
emoción no me dejaban ver la carretera. Indudablemente, nunca lo pude olvidar, no
había una noche en que no lo hubiera recordado, cientos de veces soñé con él, nunca
deje de amarlo, y al decirme que había rezado todas las noches por mí y por mis
hijos me había hecho el regalo más grande, era su forma de decirme, de
confirmarme que había sido importante en su vida y que me había amado aunque
nuestras vidas habían tomado rumbos diferentes. La esposa y el me dieron sus tarjetas y
quedamos en volvernos a ver otro día. Ella me dijo que me iba a llamar, que iba
hablar con las amigas de la Iglesia para ver cómo podían ayudar. Al irme pensé que ella era una mujer
bondadosa, dulce, buena, que si hubiera sido hombre yo me hubiera quedado
también con ella. Le agradecí la
felicidad compartida, que había sido un día inolvidable en mi vida, que me había
hecho sentir como si fuéramos amigas de toda la vida, le agradecí todas sus atenciones. Cuando nos abrazamos sentí
que se me rompía el alma.
Le pedí a Dios perdón por mi atrevimiento,
pero ya no podía más, tenía una necesidad muy grande de volver a ver a mi amado
Miguel, ese hombre tan bueno, que nunca
había podido olvidar, pero que pude respetar manteniendo mi distancia por tanto
tiempo. Ahora los tres éramos viejos,
teníamos el pelo cano y la vida nos había golpeado, los tres habíamos
encontrado el camino de Jesús, éramos
soldados de Dios, los tres podríamos ser por fin amigos? Podríamos? Al despedirme Miguel con su mirada triste,
Miguel que para mí no había envejecido, me abrió la puerta del auto y le dije muy
despacito: “Hiciste una buena decisión” ella
es encantadora. Espero que me hayas
perdonado, en sus ojos vi la respuesta. Su mirada me hizo sentir que nunca había
dejado de pensar en mí. Sentí una paz
acariciando mi alma, sentí que todo pasa en los tiempos de Dios.
Comments
Post a Comment