Ella no daba abrazos. Ella no decía mucho con palabras. Se me quedaba mirando, con esa mirada intensa
y tan llena de humanidad y experiencia. Tenía
miles de años, era un alma vieja. Cuando yo visitaba Lima, siempre venía a
visitarme. Siempre. Sí, siempre con las manos llenas de bolsas y regalos. Siempre
con flores. Bolsas de fruta, con plátanos de la isla, granadillas, chirimoyas,
papayas, uvas, paltas y tamales. Generosa. Abundante. Especial.
En una lata vieja y oxidada que había sido
de mi abuela (de esas de galletas de mantequilla importadas de Holanda) siempre
me traía dos docenas de alfajores de miel que se las compraba a unas ancianas
que de eso comían. Eran los mejores
alfajorcitos de miel que he probado en mi vida. Los alfajores no duraban, los
devorábamos todos en familia y la lata se iba con ella esperando mi próxima
visita para ser ocupada con otras dos docenas de alfajores de las Rosenberg que
llegaron a cumplir un siglo en su casita vieja de la Avenida Angamos cerquita de la Avenida Arequipa y General
Suarez, entre Miraflores y Surquillo, donde ella vivía, en un callejón de la
calle General Velarde. Ella, la
Julepita, de estatura pequeña, talla petite, delgada, llegaba al metro
cincuenta, sus zapatitos viejos de tacón mediano, siempre limpios, brillantes
por el betún, de color negro como su piel, su blusita blanca, impecable, bien
planchadita, el cuello almidonado y un pañuelo de seda de Hermes que una de sus
patronas adineradas le había regalado en la década de los sesenta. Nunca tuvo
hijos. Nunca supimos si tuvo novios o
pretendientes. Siempre dedicada a cuidar de los hijos de mi abuela, de cuidar a
mi padre cuando era niño en la década de los treinta. Ella adoraba a mi padre, y cuando mi padre
tuvo a sus hijos, mi abuela la contrataba para que nos cuidara los fines de
semanas. Cuando mi abuela murió, ella
siguió viniendo a cuidarnos y nunca quiso recibir sueldo, siempre decía que mi
abuela ya le había pagado en vida. Ya
había cumplido 95 años la última vez que la vi con vida en el 2001, después no
pude viajar a Lima por mucho tiempo y no la volví a ver. Mi hermana estuvo con ella días antes de que
cerrara su ojitos para siempre, ella fue de todos su preferida, ella siempre
fue su Lolaly, la bebita de pocos meses que llego de Texas en 1956, mi
hermanita bella, de facciones perfectas y travesuras inolvidables. Mi mama Julia era coqueta, siempre bien
puesta, se seguía tapando las canas y
pintando sus cejitas, tomaba jugos de frutas y verduras en el desayuno y era la
mujer más energética y saludable que he conocido en mi vida. Un día la vi
correr con sus noventa y tantos años y me dejo boquiabierta porque nadie lucia
tan joven como ella. Era grande. Era bondadosa. Era un ser de luz. Sus labios siempre bien pintados, color naranja.
Su dentadura completa (era postiza). No
hablaba mucho. Era muy sabia. Su universidad fue la vida. Nunca la oí quejarse. Nunca la vi llorar.
Nunca la vi tranquila. Siempre haciendo algo constructivo.
La última vez que la vi. Yo sentada en la
sala de la casa de mi padre, ella sentada en la escalera ofreciéndome un jugo
de toronjas preocupada por mi exceso de peso.
Ese domingo se vino desde Surquillo hasta
la Molina a pie a visitarme. Si, ella caminaba miles de cuadras sin importarle
las distancias, por ver a una de sus niñas, y me contaron hace tiempo que daba
limosnas a todos los desamparados, que vendía chicha de jora en el mercado de
Surquillo en las madrugadas, que lavaba ropa a mano para buscarse la comida
porque no quería vivir en un asilo de ancianos.
Siempre fue muy independiente. Siempre fue muy trabajadora. Ella mi amada
mama Julia, mi negrita adorada, la que siempre me cuido, la que siempre me
llevaba el desayuno a la cama los domingos con el periódico y el tamalito de
Chincha y que cada vez que me enfermaba de esas gripes tan fuertes que en Lima
me daban cada invierno, ella llegaba con su olla llena de caldito de pollo con
papitas amarillas y un sabor inolvidable, el caldito curativo, la mejor
medicina, y una latita de Vick’s Vapor Up para frotarme el pecho y la espalda y
se quedaba a cuidarme como si todavía tuviera cinco años y no diecisiete. Como la extraño. Como sigue viviendo conmigo
en mis gratos recuerdos. Todavía siento su amor, su generosidad, su
cuidado. La veo caminando por el
malecón, la veo regando las macetas en el jardín de mi abuela, la veo
cambiándole el pañal a uno de mis hermanos o de mis hijos, la veo preparando
sus fideos con leche y mantequilla.
Ella no daba abrazos. No me
dejaba abrazarla. Ella me decía “Nina, Chabelita, no me abrace, yo soy la
criada” y yo sentía como se elevaba mi alma.
Ella me daba consejos. Consejos que yo nunca oía. Y hoy al recordarla, hoy cuando enferma en
mi lecho mojo la almohada de tanto llorar, le doy gracias a Dios por la
bendición de haberla tenido en mi vida, en mi infancia, en mi juventud, le doy
gracias porque Dios nos puso un Ángel de carne y hueso, que tenía fotos de mis
padres y de todos sus hijitos al lado de la Virgencita, del Señor de los
Milagros y de San Martin de Porres y que rezaba todos los días por todos
nosotros que éramos sus hijitos, sus nietos, sus grandes amores, su
familia. Ella era la mujer pobre más
rica del mundo. Mi mama Julia. Mi santa.
Mi Ángel de la guarda. Mi negrita linda de Chincha, nacida un 28 de
Julio nunca supe de que año porque nunca aparento tener más de 50 lindos
veranos. Se fue de este mundo el mismo
día que se murió el Papa Juan Pablo. Se,
estoy segura que se fue a vivir al Cielo a una linda morada y que tiene de vecina
a mi abuela Carmen Rosa y a mi madrecita que tanto la amaba.
Ella no daba abrazos. Ella no decía mucho
con palabras. Ella decía todo con su
mirada.
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