El tiempo es nuestro amigo, a veces y nuestro peor enemigo casi siempre, dependiendo de las circunstancias. Somos esclavos del tiempo. Un amigo me dice que es como un animal extraño. Se parece a su gato que siempre hace lo que le da la gana. Te mira astuto e indiferente, otras veces te mira con amor y se acurruca a tu lado como siervo fiel, enfermero cuando te sientes que ya tu cuerpo no puede ni moverse, de repente se marcha cuando le suplicas que se quede y se queda inmóvil cuando le pides que por favor que se vaya. A veces te muerde mientras ronronea o te araña mientras te besa. Cuando era joven muy joven me sobraba el tiempo. Llegar a los 15 se me hizo eterno. Cuando fui madre y el llanto de mis bebitos me desesperaba los queria ver grandes e independientes.
Pensaba que el tiempo, poco a poco, me liberaria de la extenuante fatiga del trabajo y la enorme responsabilid de tener hijos pequeños, de tener que criarlos sola, de no saber si me iba ajustar el sueldo para vestirlos, educarlos, darles de comer comida saludable, cuantas veces tuve que llenar sus barriguitas de harinas, mucho pan y arroz con frijoles. Cuantas madrugadas largas, noches enteras de preocupaciones y angustias sin dormir y de los días agotadores de 16 horas de trabajo, sin reposo.
Varones, una casa llena de varones exigentes, agresivos, rebeldes, todos peleando por mis atenciones. Cuando eran bebitos yo fui su mundo, su todo, se me pegaban a las faldas, me seguian por toda la casa, querian ir todos los dias al cine, al parque, a la biblioteca, a comer a la calle. Largas horas de trayectos en la carretera, mis exigencias de madre dictadora, la generala, porque no queria tener hijos ociosos ni machistas, todos tenian que cumplir con sus responsabilidades en casa, ayudar a pasar la escoba, a doblar la ropa, a mantener sus dormitorios ordenados.
Recuerdo esos tiempos con nostalgia, se me fueron en un abrir y cerrar de ojos, me parece verlos correr a mis brazos para decirme "mami, te quiero mucho" tenemos hambre. De sus pelitos mojados por el sudor, de sus cachetes rosados por el calor del verano, de tenerlos en mi regazo, y sentirme agotada pero feliz de ver lo bien que se llevaban mis hijos. El recuerdo dulce de las voces que me llaman y no permiten retrasos, esperas, ni vacilaciones. Mami, tenemos hambre.
El tiempo que no me devolverá esos fines de semanas tan llenos de bulla y actividades, esos domingos familiares, en donde los hombres estaban tomando cerveza en una esquina del patio y las esposas en la otra, hablando de lo que hablan las mujeres cuando se juntan, las llamadas sin interrupciones, el privilegio y el no conocer la soledad.
El tiempo siempre nos gana la carrera, no hay dinero que lo compre, que lo adelante ni lo atrase, pero no me roba los recuerdos, a pesar de las distancias, a pesar del duelo, de la vejez, de la enfermedad.
Ya mis hijos se han hecho grandes, ya no necesitan los brazos de su madre. El tiempo quitará desde sus labios mi nombre gritado y cantado, llorado y pronunciado cien, mil veces al día. Cancelerá, poco a poco o de repente, la familiaridad de su piel con la mía, la confianza absoluta que nos hace un cuerpo único. Con el mismo olor, acostumbrados a mezclar nuestros estados de ánimo, el espacio, el aire que respiramos. Los hijos se van, los varones, no regresan, nos cambian por las esposas, algunas saben ser nueras comprensivas y maduras que entienden el amor de madre a los hijos, pero las jovenes tardan en entenderlo.
Llegarán a separarnos para siempre las circuntancias de la vida, las creencias, la modernidad, el pudor, la verguenza y el prejuicio. La conciencia adulta de nuestras diferencias. Como un río qué excava su cauce, el tiempo peligrará la confianza que sus ojos tienen ante mi, como ser ominpotente, ya los hijos han crecido y no nos necesitan.
Ya no somos capaces de resolverlo todo, de parar el viento, cantar el sana sana sapito de rana, curar todas las heridas, ayudarlos en las tareas escolares, calmar el llanto, los miedos, ser la mujer maravilla. Arreglar lo inarreglable y sanar lo insanable. Ya no me piden ayuda, y no entienden mi fe, mis oraciones, mi amor a Dios, mis maneras.
Tuve que resignarme por mucho tiempo, ellos siguieron su camino, Dejaron de preferir o necesitar mi compañia respecto a la de los demás ( ¡y comprendo que esto tuvo que suceder! )
Pasiones, las rabietas, pleitos, desacuerdos, control, celos, los desapegos, las criticas, los cambios de las generaciones, el miedo. Se apagarán los ecos de las risas y de las canciones, las nannas y los “Había una vez” acabarán de resonar en la oscuridad. Ya no tengo que contar historias como la del Patito Feo y comprar los juguetes de la guerra de las galaxias, los legos, los rompecabezas, las bicicletas.
Con el pasar del tiempo, mis hijos descubrieron mis defectos, mis secretos, mi vulnerabidad, tuvieron que aceptar ser hijos del divorcio, ser nietos de divorciados, ver que su madre tuvo muchos pretendientes porque ella queria rehacer su vida y darles una figura paterna, pero nunca nadie fue suficiente, nadie llenaba todos los requisitos. Tuvieron que compartir el pan con otros que no eran sus hermanos y competir para que no se confundieran los afectos.
Sabio y cínico, el tiempo se fue llevando consigo una larga soga, otras veces arrantrando una pesada cadena oxidada por las lluvias y los huracanes.
Ellos se olvidarán, aunque yo no lo haré. Las cosquillas y los “corre corre” , los besos en los párpados y los llantos que de repente paran con un abrazo, con un inolvidable y curativo abrazo . Los viajes y los juegos, las caminatas y la fiebre alta. Los bailes, las fiestas, las tardes en el parque, pasteles de chocolate con helados de varios sabores, las caricias, las risas, los viajes largos, mientras nos dormimos despacio.
Mis hijos se olvidaron que los he amamantado, mecido durante horas, llevado en brazos y de la mano. Que les he dado de comer y consolado, levantado después de cien caídas. Olvidarán que han dormido sobre mi pecho de día y de noche, que hubo un tiempo en que me han necesitado tanto, como el aire que respiran. El tiempo ha borrado de los hijos lo que nunca puede borrar de la memoria de sus madres.
Pensaba que el tiempo, poco a poco, me liberaria de la extenuante fatiga del trabajo y la enorme responsabilid de tener hijos pequeños, de tener que criarlos sola, de no saber si me iba ajustar el sueldo para vestirlos, educarlos, darles de comer comida saludable, cuantas veces tuve que llenar sus barriguitas de harinas, mucho pan y arroz con frijoles. Cuantas madrugadas largas, noches enteras de preocupaciones y angustias sin dormir y de los días agotadores de 16 horas de trabajo, sin reposo.
Varones, una casa llena de varones exigentes, agresivos, rebeldes, todos peleando por mis atenciones. Cuando eran bebitos yo fui su mundo, su todo, se me pegaban a las faldas, me seguian por toda la casa, querian ir todos los dias al cine, al parque, a la biblioteca, a comer a la calle. Largas horas de trayectos en la carretera, mis exigencias de madre dictadora, la generala, porque no queria tener hijos ociosos ni machistas, todos tenian que cumplir con sus responsabilidades en casa, ayudar a pasar la escoba, a doblar la ropa, a mantener sus dormitorios ordenados.
Recuerdo esos tiempos con nostalgia, se me fueron en un abrir y cerrar de ojos, me parece verlos correr a mis brazos para decirme "mami, te quiero mucho" tenemos hambre. De sus pelitos mojados por el sudor, de sus cachetes rosados por el calor del verano, de tenerlos en mi regazo, y sentirme agotada pero feliz de ver lo bien que se llevaban mis hijos. El recuerdo dulce de las voces que me llaman y no permiten retrasos, esperas, ni vacilaciones. Mami, tenemos hambre.
El tiempo que no me devolverá esos fines de semanas tan llenos de bulla y actividades, esos domingos familiares, en donde los hombres estaban tomando cerveza en una esquina del patio y las esposas en la otra, hablando de lo que hablan las mujeres cuando se juntan, las llamadas sin interrupciones, el privilegio y el no conocer la soledad.
El tiempo siempre nos gana la carrera, no hay dinero que lo compre, que lo adelante ni lo atrase, pero no me roba los recuerdos, a pesar de las distancias, a pesar del duelo, de la vejez, de la enfermedad.
Ya mis hijos se han hecho grandes, ya no necesitan los brazos de su madre. El tiempo quitará desde sus labios mi nombre gritado y cantado, llorado y pronunciado cien, mil veces al día. Cancelerá, poco a poco o de repente, la familiaridad de su piel con la mía, la confianza absoluta que nos hace un cuerpo único. Con el mismo olor, acostumbrados a mezclar nuestros estados de ánimo, el espacio, el aire que respiramos. Los hijos se van, los varones, no regresan, nos cambian por las esposas, algunas saben ser nueras comprensivas y maduras que entienden el amor de madre a los hijos, pero las jovenes tardan en entenderlo.
Llegarán a separarnos para siempre las circuntancias de la vida, las creencias, la modernidad, el pudor, la verguenza y el prejuicio. La conciencia adulta de nuestras diferencias. Como un río qué excava su cauce, el tiempo peligrará la confianza que sus ojos tienen ante mi, como ser ominpotente, ya los hijos han crecido y no nos necesitan.
Ya no somos capaces de resolverlo todo, de parar el viento, cantar el sana sana sapito de rana, curar todas las heridas, ayudarlos en las tareas escolares, calmar el llanto, los miedos, ser la mujer maravilla. Arreglar lo inarreglable y sanar lo insanable. Ya no me piden ayuda, y no entienden mi fe, mis oraciones, mi amor a Dios, mis maneras.
Tuve que resignarme por mucho tiempo, ellos siguieron su camino, Dejaron de preferir o necesitar mi compañia respecto a la de los demás ( ¡y comprendo que esto tuvo que suceder! )
Pasiones, las rabietas, pleitos, desacuerdos, control, celos, los desapegos, las criticas, los cambios de las generaciones, el miedo. Se apagarán los ecos de las risas y de las canciones, las nannas y los “Había una vez” acabarán de resonar en la oscuridad. Ya no tengo que contar historias como la del Patito Feo y comprar los juguetes de la guerra de las galaxias, los legos, los rompecabezas, las bicicletas.
Con el pasar del tiempo, mis hijos descubrieron mis defectos, mis secretos, mi vulnerabidad, tuvieron que aceptar ser hijos del divorcio, ser nietos de divorciados, ver que su madre tuvo muchos pretendientes porque ella queria rehacer su vida y darles una figura paterna, pero nunca nadie fue suficiente, nadie llenaba todos los requisitos. Tuvieron que compartir el pan con otros que no eran sus hermanos y competir para que no se confundieran los afectos.
Sabio y cínico, el tiempo se fue llevando consigo una larga soga, otras veces arrantrando una pesada cadena oxidada por las lluvias y los huracanes.
Ellos se olvidarán, aunque yo no lo haré. Las cosquillas y los “corre corre” , los besos en los párpados y los llantos que de repente paran con un abrazo, con un inolvidable y curativo abrazo . Los viajes y los juegos, las caminatas y la fiebre alta. Los bailes, las fiestas, las tardes en el parque, pasteles de chocolate con helados de varios sabores, las caricias, las risas, los viajes largos, mientras nos dormimos despacio.
Mis hijos se olvidaron que los he amamantado, mecido durante horas, llevado en brazos y de la mano. Que les he dado de comer y consolado, levantado después de cien caídas. Olvidarán que han dormido sobre mi pecho de día y de noche, que hubo un tiempo en que me han necesitado tanto, como el aire que respiran. El tiempo ha borrado de los hijos lo que nunca puede borrar de la memoria de sus madres.
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