Estoy dormida. Estoy enferma. Suena el celular, lo tengo lejos, no lo puedo contestar. Es una llamada que espero desde hace tanto tiempo. No he descansado, o de repente si, pero mi cuerpo no parece enterarse, me estalla la cabeza, para todas las personas que no conocen de dolores que se vuelven constantes o permanente es casi imposible entender lo que es vivir a mi manera. Nada nuevo, muchos recuerdos, muchos momentos, problemas cotidianos, rutina acumulada, dos bolsas llenas de ropa sucia que lavar, tripas inoportunas que emiten sonidos que averguenzan. La enfermedad, la bendita o maldita enfermedad, ha sido, y es, uno de los temas más importantes en la literatura. Pienso en Dostoievski agotado, harto, angustiado, haciendo lo mismo que yo, luego de alguna de sus crisis de epilepsia. Lo he dicho cientos de veces, mis lectores deben de estar cansados de leer mis lamentos y mis historias, pero desde que vivo intimidad ferviente con las hijas pegajosas de mi fibromialgia me he vuelto hipersensitiva, exageradamente llorona, intensa. Ahora todo tiene diferentes colores, valores y sabores. Voy a empezar a repartir mis cosas en vida, me voy a quedar con lo que verdaderamente es necesario, y es que si miramos y hacemos inventario de lo que hemos acumulado, tenemos demasiado, y cuando nos ponemos viejos tenemos que aprender a vivir, a sobrevivir, ligeros de equipaje.
Se han dado cuenta, como yo acaso que la enfermedad agudiza ciertos sentidos, hace que las cosas, la vida, las relaciones, adquieran otro valor. Todo cambia a dimensiones que asquieren nuevas proporciones, lo que era antes grande se vuelve insignificante, y lo que no nos importaba se vuelve tan importante como el aire, como el agua, como vivir y sentirse bien. La enfermedad es un estado de conciencia. Y su proceso dinámico, su creación, es el silencio, en mi caso es conversar con Dios todas las noches antes de cerrar mis ojos y muchas veces durante el transcurso de cada hora de lo que me queda de vida.
Me pregunto y me respondo miles de veces si nuestras enfermedades de alguna forma son los resultados de heridas espirituales que no logran salir, que no hemos podido eliminar, por eso, a no ser que se trate de una infección, o un virus, todo cuerpo está hecho para funcionar. Tal vez si tuviésemos menos miedo, si fueramos creyentes y practicantes, con fe, menos egocentricos y generosos, menos pecadores y más humanos en el sentido de amarnos sin tantas exigencias y sin discriminarnos tantos... digo yo, acaso, no sufriríamos tanto. Me he dado cuenta que el drama de nuestra existencia se nutre, se vitaminiza, se alimenta, se emborracha, de la creencia, de la superstición, de imitar todo lo malo, de los miedos y temores que atrapan y no dejan nunca libres a las personas que se someten.
Se han dado cuenta, como yo acaso que la enfermedad agudiza ciertos sentidos, hace que las cosas, la vida, las relaciones, adquieran otro valor. Todo cambia a dimensiones que asquieren nuevas proporciones, lo que era antes grande se vuelve insignificante, y lo que no nos importaba se vuelve tan importante como el aire, como el agua, como vivir y sentirse bien. La enfermedad es un estado de conciencia. Y su proceso dinámico, su creación, es el silencio, en mi caso es conversar con Dios todas las noches antes de cerrar mis ojos y muchas veces durante el transcurso de cada hora de lo que me queda de vida.
Me pregunto y me respondo miles de veces si nuestras enfermedades de alguna forma son los resultados de heridas espirituales que no logran salir, que no hemos podido eliminar, por eso, a no ser que se trate de una infección, o un virus, todo cuerpo está hecho para funcionar. Tal vez si tuviésemos menos miedo, si fueramos creyentes y practicantes, con fe, menos egocentricos y generosos, menos pecadores y más humanos en el sentido de amarnos sin tantas exigencias y sin discriminarnos tantos... digo yo, acaso, no sufriríamos tanto. Me he dado cuenta que el drama de nuestra existencia se nutre, se vitaminiza, se alimenta, se emborracha, de la creencia, de la superstición, de imitar todo lo malo, de los miedos y temores que atrapan y no dejan nunca libres a las personas que se someten.
Una mañana, hace mucho, fui al puerto de Chorrillos a comprar pescado. Miraba los pelícanos mecerse sobre el mar, rodeados de gaviotas que se veían pequeñísimas a su lado. Estaba perpleja por el tamaño de los pescados, de los cangrejos y los mariscos que reposaban medio vivos sobre mesas de cemento, mientras mujeres envueltas en sus mandiles de colores, nos iban proponiendo precios. La vista de la bahía de Lima, desde allí, es muy intensa, hay una gama de colores que no se ve en Europa, son densos, porosos, durante mi regreso a Miraflores con todos los implementos necesarios para empezar a cocinar una cena deliciosa para mis amistades, en el taxi, sin que pudiera darme realmente cuenta, oí disparos, mientras unas personas corrían detrás de un hombre que parecía desesperado. No entendí qué sucedía hasta que el taxista me pidió un poco desesperado que cierre con pestillo la puerta, pero sin hacerme cargo de su miedo, impregnada de la música de Facundo Cabral Me doy cuenta que mucha gente vive prisionera de sus miedos, sé que no hay que ignorar los peligros, pero no deseo dejarme aprisionar, no.
Por el momento no logro dormir las horas que acostumbro. Me despierto por la luz o algún ruido y luego, me pongo a conversar desde muy temprano, pero el sueño me vence por las noches y la sensación en Lima se hace soporífera, casi melancólica.
Por el momento no logro dormir las horas que acostumbro. Me despierto por la luz o algún ruido y luego, me pongo a conversar desde muy temprano, pero el sueño me vence por las noches y la sensación en Lima se hace soporífera, casi melancólica.
Lima vuelve a ser mi ciudad, sin que me cueste mucho reconocer sus ruidos, sus olores, y su ritmo, aunquue ahora distinto, oscilando entre la calma y el estrépito. Pienso en los viajes y en los cambios que producen en nuestra mirada.
Me faltas Miraflores de mis amores. No sabes cuanto te necesito, mi voz te clama, mi alma te abraza, recuerdo paso a paso vivencias que van tomando cuerpo, vida, colores, sabores. No me acostumbro al calor de Miami, no me acostumbro a tantas cosas que perdi al cambiar mi rumbo, mi camino, mi destino. Y el tiempo se paraliza, todo se vuelve calma, quietud, silencios que llegan de la mano con los aromas de mi primera juventud, de mis trenzas traviesas, de mis dientes separados, de mis pies ligeros bailando en puntillas, de los patines y los columpios, de las tardes de verano jugando en la quinta, de los viajes en el jeep del vecino para dormir en las carpas y robar choclos antes de llegar a Tarma. Vivir para aprender a aceptar ciertas cosas, el paso del tiempo y su final: nuestra desaparición. Me parece increíble que los instantes nos parezcan eternos, que no midamos el nivel de nuestra vulnerabilidad ni los límites de nuestras experiencias (cualquier experiencia, termina absorbiéndose, lo que nos queda es su huella, la sensación), que se van borrando con el tiempo. También se me hace evidente que todo es mucho más sencillo, sin ser banal. La sorpresa, el misterio, cierta superstición, desaparecen cuando a fuerza de comparar y comparar, nos damos cuenta que en el fondo todos estamos igualmente solos.
Todo es pasajero, todo es permanente, todo cambia, nada cambia, todo se repite, todo es relativo, hoy somos, ya fuimos. Me espera una lista enorme de pendientes que puedo poner de lado e ignorar, pero soy demasiado responsable, ser ociosa nunca ha sido uno de mis defectos, tengo muchos, pero el ocio no es uno de ellos. Al final de la jornada, todo importa, quedan "cosas" objetos que van a terminar muchas veces donde uno menos quiere, por eso ahora que mi hijo menor se muda lejos que se lleve las alfombras, los cuadros y algunos adornos para que los disfruten mis nietos. El cuadro de mi abuela estuvo conmigo toda una vida, ahora tiene que cambiar de morada, que ese hogar sea bendecido, que las rosas amarillas pintadas con tanto talento sean parte de sus vidas.
Nuestra elección con las personas, con las cosas que debemos valorar, dependerá de nuestra capacidad de atención, de un cierto refinamiento que es una forma depurada de espiritualidad. Hoy estoy segura de eso, por eso te agradezco que seas mi amiga, mi amigo, mi lector, mi confidente.
Tal vez la música sea el lenguaje de la armonía perfecta, no necesita intermediarios y se dirije directamente a los sentidos. Los libros necesitan lectores atentos, sensibles, muchas veces generosos. Pienso en todos los libros que se publican aquí pese a todo y con mucha ilusión, creo que es un rasgo noble y sano. Pienso en la generosidad de esos jóvenes que se imponen a la dureza del paisaje peruano, y que sueñan con entregar algo de belleza y de espiritual con sus libros. Creo que eso me conmueve. Hoy pensaba: lo que me gusta de los demás son sus defectos, lo que los hace humanos, incluso en lo escrito, es lo que me toca de cerca.
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